A tu lado
El incendio de República Cromañón ha pasado, la tragedia de Cromañón sigue más viva que nunca. 194 chicos, 194 hermanos de la “gran familia”, 194 rockeros siguen haciendo pogo en mi conciencia. Creo que es hora de hablar, de hacer visible lo que prefería resguardar. Durante un tiempo, preferí alejarme de lo que aconteció esa noche en el barrio Once. Pero ya no. Tenía terror y mucho miedo, pero quería que Fernando comparta conmigo aquella noche del infierno.
Los primeros minutos de la charla transitan por lugares comunes y graciosos, pero poco a poco nos vamos sumergiendo en el mar de tristezas que derramó aquella noche. La cerveza, testigo clave de momentos de antaño con la esquina como paisaje predilecto, observa inmutable en la mesa mientras calma la sequedad de una garganta que testimonia los sucesos de una noche gris.
-¿Cómo te consideras después del 30 diciembre?
-Como un pibe que ama el rock y que zafó. No voy a ser cursi y decir que volví a nacer, pero empecé a valorar más la vida.
- ¿Cómo fue ese día?
- Tenía ganas de ir a ver a Callejeros, porque desde que los había visto en vivo me había atrapado su música y la fiesta que hacía el público con tantas banderas y bengalas (3 o 4 por tema). La gente era protagonista. Ese día llamé a unos amigos pero nadie podía acompañarme, entonces decidí llevar a mi hermana de 15 años. Pero me pelee con mi novia y me fui solo y caliente al recital sin acordarme de mi hermana.
-¿Cuáles son las imágenes y sensaciones que tenés de esa noche?
-La muerte inesperada. El caos, el terror. Digo muerte inesperada porque nunca imaginé una cosa así. Yo desde que empezó todo estaba tranquilo, porque pensé que era simplemente un altercado y que la gente estaba saliendo normalmente, pero no era así. Es muy fuerte una cosa así... cuerpos tirados en la calle; las sirenas; gente corriendo, llorando; correr las ambulancias con personas en brazos; sacar nenes; no saber si la gente que rescatas esta viva o muerta; escuchar los gritos de desesperación de la gente que te pide ayuda, que se muere, y que vos no podes hacer absolutamente nada para ayudarlos por el amontonamiento.
Un maratón de hielasangre recorre a piacere mi cuerpo. Las manos comienzan a temblarme. Mi mirada incrédula balbucea con un pestañeo aterrado. Trato de articular palabras en forma de preguntas, mientras el fondo del vaso con restos de cerveza se diluye en temblores. Adviene a mi cabeza la pregunta existencialista por excelencia.
- ¿Le viste la cara a la muerte?
- Estuvo revoloteando toda la noche. Pero hubo dos momentos en los que sentí que me moría. El primero fue cuando observé que una de las antesalas se había llenado de humo y empecé a oler ese humo a plástico de mierda. Ahí no paraba de escuchar los gritos de desesperación de la gente. Yo me levanté la remera, me tape la boca y la nariz, y empecé a respirar de mi remera. Es lo único que hice. No aguantaba más los empujones, se me hacía cada vez más difícil aguantarlos. Me dio cagazo pensar en qué iba a suceder una vez que se abrieran las puertas. Pensé que nos íbamos a amontonar todos, a pisar unos a otros y ahí cerré los ojos y pensé “bueno, ya esta, me muero”. El otro momento fue cuando llegó una ola de calor desde atrás que era muy fuerte, y sentí como fuego en mi espalda. Pero por suerte duró unos pocos segundos.
- ¿Qué sentiste en ese momento?
- Es terrible, es una mezcla de resignación e impotencia, porque mi vida no dependía de mí. Es horrible sentir la impotencia de que tu vida no depende de lo que vos hagas, es horrible pensar: “Bueno yo me muero y.... ¿no puedo hacer nada para sobrevivir la puta madre?” Pero por otro lado, estaba feliz porque me moría solo, porque ninguna persona que yo quería estaba ese día en ese puto lugar. Pensaba en mi familia que iba a sufrir mucho, pero que podría haber sido mucho peor, porque podría haber ido mi hermana.
No puedo creer lo que acabo de escuchar. Estoy shokeado, sin respuestas, mejor dicho, sin preguntas. Solo atino a mirar hacia esos ojos sinceros que no denotan velocidad, aventura, vértigo, ni nada que se le asemeje; esos ojos me invaden con una profunda desolación como imperante en el purgatorio de los recuerdos. Una película comienza a correr por mi cabeza. Me imagino en esos instantes y ante esa situación. Inerte es la mejor adjetivación para describirme. Escucho los gritos, las ánimas gimientes, las manos desesperadas que se intentan aferrar a solidaridades anónimas. Prefiero detener la película y concentrarme en modular algún discurso coherente que estimule a un Fernando abatido a continuar.
- ¿Cómo fue que logras salvarte?
- Un pibe que estaba delante de mí miraba para el local. En un momento el pibe me dice que mire para atrás. Me doy vuelta y veo que la gente se estaba yendo para otro portón, que cada vez menos gente empujaba para la puerta que comunicaba la antesala con la calle. Había mucho humo en el local, entonces dejo que el pibe salga y lo empiezo a seguir porque a pesar del humo podía verlo, dado que tenía una remera blanca. El pibe corría y yo atrás de él, hasta donde había luz y llegamos a una puerta por donde salía mucha gente y pudimos salir. Esa fue la mejor sensación de mi vida. Nunca antes había sentido tanta felicidad.
- ¿Cómo siguió todo?
- Cuando estaba saliendo del lugar sentí lástima e impotencia al ver a un pibe que trataba de poner la manguera de bomberos y estaba desesperado porque no podía. Esa situación me chocó, porque hasta el momento sólo pensaba en salvar mi vida y salir de ese caos, pero al ver a toda esa gente y, en particular, a ese pibe queriendo ayudar a toda costa, sentí que tenía que quedarme a dar una mano. En ese momento, vi una chica tirada en el piso, era un trapo. Estaba como inconsciente. Entonces la agarré, la cargué al hombro y la lleve para afuera. Cuando estoy llevándola, comprendí lo que estaba sucediendo y la magnitud de lo que pasaba al ver a muchísima gente tirada en la calle, cuerpos en la vereda. Sentí muchísima angustia en el momento, porque nunca imaginé una cosa así. Veía ambulancias, camiones de bomberos, patrulleros, era todo un caos. Yo seguí cargando a esta chica hasta una esquina donde la recosté contra la pared. Estaba muy mal, le di respiración boca a boca y escupió hollín. Después le di agua, porque tenía mucha sed. Cuando logró medianamente recomponerse fui hasta el boliche nuevamente y observé que era todo un desastre, estaba lleno de personas tiradas en la calle, pidiendo agua, ayuda.
- ¿Qué hiciste? ¿Cómo actuaste?
- Empecé a agarrar botellitas del piso, las llenaba de agua y le daba a la gente que pedía. Cuando volvía para el local, vi a un chaboncito que le estaba dando aire a un pibe; me acerco, me saco la remera y también le empiezo a dar aire. Al rato cayó un doctor, y luego de revisar al pibe nos mira y nos dice “chicos, el pibe ya se murió”, ahí los dos nos miramos y quebramos en llanto mal. Estuve un par de minutos shokeado, hasta que me acordé que tenía que llamar a mi casa para avisarle a mis viejos que estaba todo bien y me fui al estacionamiento a hablar por teléfono.
El silencio invade la situación irremediablemente. La escena es indescriptible. Ambos comenzamos a llorar al compás de las palabras que ilustran aquella noche. Fernando Osman, el hombre suburbano, el pibe que desafiaba los límites, el hombre roca inquebrantable está llorando. Sus palabras se entrecortan zigzagueantes, como queriendo evitar desempolvar aquellos recuerdos.
- ¿Ahí pensaste en volverte a tu casa?
- No, nunca se me cruzó por la cabeza irme, sobretodo después de haber visto lo que vi. Los cuerpos tirados, la solidaridad de la gente, etc. Volví para Cromañón y entré para sacar gente. Recuerdo que entré lo más campeón, llegué a la mitad y me volví corriendo porque no aguantaba el humo, no podía respirar. Una vez afuera, mojé la remera, me la puse en la boca y volví a entrar. Me acuerdo que cuando ingresé no había nada de luz. Un tipo que estaba ahí me dijo “busca con los pies, anda arrastrándolos y cuando te chocás con algo levantalo”. Había un colchón de agua de unos 20 centímetros en el lugar. Y empecé a hacer como dijo la persona; ibas caminando te chocabas con alguien, lo levantabas y lo llevabas afuera, donde había una especie de cordón humano que iba pasando a la gente. Seguí sacando gente hasta que no había nadie más. Salí afuera, fui caminando hacia la esquina y me senté en el cordón. Empecé a contemplar toda la situación, los cuerpos, las ambulancias, los patrulleros, camiones de bomberos, la gente corriendo, todo era un caos, una catástrofe. Me cayó la ficha de todo lo que había pasado y no pude parar de llorar desconsoladamente. Me partió el corazón una madre llorando que le preguntaba a todo el mundo si había visto al hijo. Eso me termino de destruir.
- ¿Cómo terminó todo?
- Sin decir o hacer nada me subí a mi auto y me fui a mi casa, shokeado, temblando, y con la catástrofe y la muerte en mi cabeza.
Las palabras ya no salen ni de mi boca ni de la de Fernando. Sólo lloramos. Estamos perturbados. Un abrazo pareciera calmar la angustia. Un símbolo de amistad, de entendimiento se esconde tras ese gesto fraterno. Los tres fantasmas de cerveza parecen acurrucarse en el silencio. Sin más, me despido de Fernando con otro fuerte abrazo y me dirijo a digerir la charla. No encuentro respuestas. Las palabras de Fernando repercuten una y otra vez en mi cabeza. No puedo entrar en razones. ¿Por qué pasó todo esto? ¿Por qué?
Fantasmas peleándole al viento
No hay forma de hallar un nombre adecuado que permita describir cabalmente el horror de aquella noche. Esa noche de diciembre de 2004 en el Once de la Ciudad de Buenos Aires murieron 194 personas, 194 hermanos; aquella noche falleció un pedazo de nuestro corazón rockero, y el rock argentino no tiene otra opción que conjugar esta tragedia en primera persona. Aquel 30 de diciembre de 2004 debe, irremediablemente, configurarse como un punto de inflexión en la historia de un rock argentino que debe autoanalizar su propia esencia. Neil Young afirmó en su momento: “el rock and roll no morirá jamás”. El rock no es el culpable de que esta tragedia haya acontecido, pero quedará desnudo para siempre si no se hace preguntas profundas y encuentra respuestas verídicas, porque como afirmó Tete Iglesias, el bajista de La Renga: “El rock nunca va a ser igual: faltan 194 pibes".