domingo, octubre 29, 2006

Una Temporada en el Infierno




A tu lado


El incendio de República Cromañón ha pasado, la tragedia de Cromañón sigue más viva que nunca. 194 chicos, 194 hermanos de la “gran familia”, 194 rockeros siguen haciendo pogo en mi conciencia. Creo que es hora de hablar, de hacer visible lo que prefería resguardar. Durante un tiempo, preferí alejarme de lo que aconteció esa noche en el barrio Once. Pero ya no. Tenía terror y mucho miedo, pero quería que Fernando comparta conmigo aquella noche del infierno.
Los primeros minutos de la charla transitan por lugares comunes y graciosos, pero poco a poco nos vamos sumergiendo en el mar de tristezas que derramó aquella noche. La cerveza, testigo clave de momentos de antaño con la esquina como paisaje predilecto, observa inmutable en la mesa mientras calma la sequedad de una garganta que testimonia los sucesos de una noche gris.
-¿Cómo te consideras después del 30 diciembre?
-Como un pibe que ama el rock y que zafó. No voy a ser cursi y decir que volví a nacer, pero empecé a valorar más la vida.
- ¿Cómo fue ese día?
- Tenía ganas de ir a ver a Callejeros, porque desde que los había visto en vivo me había atrapado su música y la fiesta que hacía el público con tantas banderas y bengalas (3 o 4 por tema). La gente era protagonista. Ese día llamé a unos amigos pero nadie podía acompañarme, entonces decidí llevar a mi hermana de 15 años. Pero me pelee con mi novia y me fui solo y caliente al recital sin acordarme de mi hermana.
-¿Cuáles son las imágenes y sensaciones que tenés de esa noche?
-La muerte inesperada. El caos, el terror. Digo muerte inesperada porque nunca imaginé una cosa así. Yo desde que empezó todo estaba tranquilo, porque pensé que era simplemente un altercado y que la gente estaba saliendo normalmente, pero no era así. Es muy fuerte una cosa así... cuerpos tirados en la calle; las sirenas; gente corriendo, llorando; correr las ambulancias con personas en brazos; sacar nenes; no saber si la gente que rescatas esta viva o muerta; escuchar los gritos de desesperación de la gente que te pide ayuda, que se muere, y que vos no podes hacer absolutamente nada para ayudarlos por el amontonamiento.
Un maratón de hielasangre recorre a piacere mi cuerpo. Las manos comienzan a temblarme. Mi mirada incrédula balbucea con un pestañeo aterrado. Trato de articular palabras en forma de preguntas, mientras el fondo del vaso con restos de cerveza se diluye en temblores. Adviene a mi cabeza la pregunta existencialista por excelencia.
- ¿Le viste la cara a la muerte?
- Estuvo revoloteando toda la noche. Pero hubo dos momentos en los que sentí que me moría. El primero fue cuando observé que una de las antesalas se había llenado de humo y empecé a oler ese humo a plástico de mierda. Ahí no paraba de escuchar los gritos de desesperación de la gente. Yo me levanté la remera, me tape la boca y la nariz, y empecé a respirar de mi remera. Es lo único que hice. No aguantaba más los empujones, se me hacía cada vez más difícil aguantarlos. Me dio cagazo pensar en qué iba a suceder una vez que se abrieran las puertas. Pensé que nos íbamos a amontonar todos, a pisar unos a otros y ahí cerré los ojos y pensé “bueno, ya esta, me muero”. El otro momento fue cuando llegó una ola de calor desde atrás que era muy fuerte, y sentí como fuego en mi espalda. Pero por suerte duró unos pocos segundos.
- ¿Qué sentiste en ese momento?
- Es terrible, es una mezcla de resignación e impotencia, porque mi vida no dependía de mí. Es horrible sentir la impotencia de que tu vida no depende de lo que vos hagas, es horrible pensar: “Bueno yo me muero y.... ¿no puedo hacer nada para sobrevivir la puta madre?” Pero por otro lado, estaba feliz porque me moría solo, porque ninguna persona que yo quería estaba ese día en ese puto lugar. Pensaba en mi familia que iba a sufrir mucho, pero que podría haber sido mucho peor, porque podría haber ido mi hermana.
No puedo creer lo que acabo de escuchar. Estoy shokeado, sin respuestas, mejor dicho, sin preguntas. Solo atino a mirar hacia esos ojos sinceros que no denotan velocidad, aventura, vértigo, ni nada que se le asemeje; esos ojos me invaden con una profunda desolación como imperante en el purgatorio de los recuerdos. Una película comienza a correr por mi cabeza. Me imagino en esos instantes y ante esa situación. Inerte es la mejor adjetivación para describirme. Escucho los gritos, las ánimas gimientes, las manos desesperadas que se intentan aferrar a solidaridades anónimas. Prefiero detener la película y concentrarme en modular algún discurso coherente que estimule a un Fernando abatido a continuar.
- ¿Cómo fue que logras salvarte?
- Un pibe que estaba delante de mí miraba para el local. En un momento el pibe me dice que mire para atrás. Me doy vuelta y veo que la gente se estaba yendo para otro portón, que cada vez menos gente empujaba para la puerta que comunicaba la antesala con la calle. Había mucho humo en el local, entonces dejo que el pibe salga y lo empiezo a seguir porque a pesar del humo podía verlo, dado que tenía una remera blanca. El pibe corría y yo atrás de él, hasta donde había luz y llegamos a una puerta por donde salía mucha gente y pudimos salir. Esa fue la mejor sensación de mi vida. Nunca antes había sentido tanta felicidad.
- ¿Cómo siguió todo?
- Cuando estaba saliendo del lugar sentí lástima e impotencia al ver a un pibe que trataba de poner la manguera de bomberos y estaba desesperado porque no podía. Esa situación me chocó, porque hasta el momento sólo pensaba en salvar mi vida y salir de ese caos, pero al ver a toda esa gente y, en particular, a ese pibe queriendo ayudar a toda costa, sentí que tenía que quedarme a dar una mano. En ese momento, vi una chica tirada en el piso, era un trapo. Estaba como inconsciente. Entonces la agarré, la cargué al hombro y la lleve para afuera. Cuando estoy llevándola, comprendí lo que estaba sucediendo y la magnitud de lo que pasaba al ver a muchísima gente tirada en la calle, cuerpos en la vereda. Sentí muchísima angustia en el momento, porque nunca imaginé una cosa así. Veía ambulancias, camiones de bomberos, patrulleros, era todo un caos. Yo seguí cargando a esta chica hasta una esquina donde la recosté contra la pared. Estaba muy mal, le di respiración boca a boca y escupió hollín. Después le di agua, porque tenía mucha sed. Cuando logró medianamente recomponerse fui hasta el boliche nuevamente y observé que era todo un desastre, estaba lleno de personas tiradas en la calle, pidiendo agua, ayuda.
- ¿Qué hiciste? ¿Cómo actuaste?
- Empecé a agarrar botellitas del piso, las llenaba de agua y le daba a la gente que pedía. Cuando volvía para el local, vi a un chaboncito que le estaba dando aire a un pibe; me acerco, me saco la remera y también le empiezo a dar aire. Al rato cayó un doctor, y luego de revisar al pibe nos mira y nos dice “chicos, el pibe ya se murió”, ahí los dos nos miramos y quebramos en llanto mal. Estuve un par de minutos shokeado, hasta que me acordé que tenía que llamar a mi casa para avisarle a mis viejos que estaba todo bien y me fui al estacionamiento a hablar por teléfono.
El silencio invade la situación irremediablemente. La escena es indescriptible. Ambos comenzamos a llorar al compás de las palabras que ilustran aquella noche. Fernando Osman, el hombre suburbano, el pibe que desafiaba los límites, el hombre roca inquebrantable está llorando. Sus palabras se entrecortan zigzagueantes, como queriendo evitar desempolvar aquellos recuerdos.

- ¿Ahí pensaste en volverte a tu casa?
- No, nunca se me cruzó por la cabeza irme, sobretodo después de haber visto lo que vi. Los cuerpos tirados, la solidaridad de la gente, etc. Volví para Cromañón y entré para sacar gente. Recuerdo que entré lo más campeón, llegué a la mitad y me volví corriendo porque no aguantaba el humo, no podía respirar. Una vez afuera, mojé la remera, me la puse en la boca y volví a entrar. Me acuerdo que cuando ingresé no había nada de luz. Un tipo que estaba ahí me dijo “busca con los pies, anda arrastrándolos y cuando te chocás con algo levantalo”. Había un colchón de agua de unos 20 centímetros en el lugar. Y empecé a hacer como dijo la persona; ibas caminando te chocabas con alguien, lo levantabas y lo llevabas afuera, donde había una especie de cordón humano que iba pasando a la gente. Seguí sacando gente hasta que no había nadie más. Salí afuera, fui caminando hacia la esquina y me senté en el cordón. Empecé a contemplar toda la situación, los cuerpos, las ambulancias, los patrulleros, camiones de bomberos, la gente corriendo, todo era un caos, una catástrofe. Me cayó la ficha de todo lo que había pasado y no pude parar de llorar desconsoladamente. Me partió el corazón una madre llorando que le preguntaba a todo el mundo si había visto al hijo. Eso me termino de destruir.

- ¿Cómo terminó todo?

- Sin decir o hacer nada me subí a mi auto y me fui a mi casa, shokeado, temblando, y con la catástrofe y la muerte en mi cabeza.
Las palabras ya no salen ni de mi boca ni de la de Fernando. Sólo lloramos. Estamos perturbados. Un abrazo pareciera calmar la angustia. Un símbolo de amistad, de entendimiento se esconde tras ese gesto fraterno. Los tres fantasmas de cerveza parecen acurrucarse en el silencio. Sin más, me despido de Fernando con otro fuerte abrazo y me dirijo a digerir la charla. No encuentro respuestas. Las palabras de Fernando repercuten una y otra vez en mi cabeza. No puedo entrar en razones. ¿Por qué pasó todo esto? ¿Por qué?
Fantasmas peleándole al viento
No hay forma de hallar un nombre adecuado que permita describir cabalmente el horror de aquella noche. Esa noche de diciembre de 2004 en el Once de la Ciudad de Buenos Aires murieron 194 personas, 194 hermanos; aquella noche falleció un pedazo de nuestro corazón rockero, y el rock argentino no tiene otra opción que conjugar esta tragedia en primera persona. Aquel 30 de diciembre de 2004 debe, irremediablemente, configurarse como un punto de inflexión en la historia de un rock argentino que debe autoanalizar su propia esencia. Neil Young afirmó en su momento: “el rock and roll no morirá jamás”. El rock no es el culpable de que esta tragedia haya acontecido, pero quedará desnudo para siempre si no se hace preguntas profundas y encuentra respuestas verídicas, porque como afirmó Tete Iglesias, el bajista de La Renga: “El rock nunca va a ser igual: faltan 194 pibes".

lunes, octubre 23, 2006

Nevermind in utero

Un testamento como riff del alma. Una carta que no se quemó... sigue ardiendo en el corazón del rock. Kurt Cobain y su último acorde.


"Hablando como el estúpido con gran experiencia que preferiría ser un charlatán infantil castrado. Esta nota debería de ser muy fácil de entender. Todo lo que me enseñaron en los cursos de punk-rock que he ido siguiendo a lo largo de estos años, desde mi primer contacto con la, con la, digamos, ética de la independencia y la vinculación con mi entorno ha resultado cierto. Ya hace demasiado tiempo que no me emociono ni escuchando ni creando música, ni tampoco escribiéndola, ni siquiera haciendo Rock'n'Roll. Me siento increíblemente culpable. Por ejemplo, cuando se apagan las luces antes del concierto y se oyen los gritos del público, a mi no me afectan tal como afectaban a Freddy Mercury, a quien parecía encantarle que el público le amase y adorase. Lo cual admiro y envidio muchísimo. De hecho no te puedo engañar, a ninguno de ustedes.
Simplemente no seria justo ni para ustedes ni para mí. Simular que me lo estoy pasando el 100% bien sería el peor crimen que me pudiese imaginar. A veces tengo la sensación de que tendría que fichar antes de subir al escenario. Lo he intentado todo para que eso no ocurriese. (Y sigo intentándolo, créeme Señor, pero no es suficiente). Soy consciente de que yo, nosotros, hemos gustado a mucha gente. Debo ser uno de aquellos narcisistas que sólo aprecian las cosas cuando ya han ocurrido.
Soy demasiado sencillo. Necesito estar un poco anestesiado para recuperar el entusiasmo que tenía cuando era un niño. En estas tres últimas giras he apreciado mucho más a toda la gente que he conocido personalmente que son fans nuestros, pero a pesar de ello no puedo superar la frustración, la culpa y la hipersensibilidad hacia la gente. Sólo hay bien en mí, y pienso que simplemente amo demasiado a la gente. Tanto, que eso me hace sentir jodidamente triste. El típico piscis triste, sensible, insatisfecho, ¡Dios mío! ¿Por qué no puedo disfrutar? ¡No lo sé! Tengo una mujer divina, llena de ambición y comprensión, y una hija que me recuerda mucho a como había sido yo. Llena de amor y alegría, confía en todo el mundo porque para ella todo el mundo es bueno y cree que no le harán daño. Eso me asusta tanto que casi me inmoviliza. No puedo soportar la idea de que Frances se convierta en una rockera siniestra, miserable y autodestructiva como en lo que me he convertido yo. Lo tengo todo, todo. Y lo aprecio, pero desde los siete años odio a la gente en general... Sólo porque a la gente le resulta fácil relacionarse y ser comprensiva. ¡Comprensiva! Sólo porque amo y me compadezco demasiado de la gente.
Gracias a todos desde lo más profundo de mi estómago nauseabundo por nuestras cartas y nuestro interés durante los últimos años. Soy una criatura voluble y lunática. Se me ha acabado la pasión. Y recuerda Courtney que es mejor quemarse que apagarse lentamente.
Paz, amor y comprensión.
KURT COBAIN
Frances y Courtney, estaré en nuestro altar.
Por favor, Courtney, sigue adelante por Frances, por su vida que será mucho más feliz sin mí.
!! TE QUIERO ¡¡!! TE QUIERO ¡¡"

lunes, octubre 16, 2006

El almacén en la escenografía barrial: algo más que un simple negocio (Junto a mi Gran Amigo Juan Pedro Legarreta)


Barrio del Gran Buenos Aires. Esquina del infinito. 9:00 horas. La lluvia baña los novedosos adoquines. A 100 metros se divisa la parada del tranvía. Los árboles expresan su verde vitalidad y dejan ver las casas de techos bajos. Sombreros deambulan por las calles.
- Buenas tardes señor
- ¿Qué te doy muchacho? (con acento italiano)
- Deme 500 gramos de harina y una docena de huevos.
- ¿Algo más muchacho?
- No, gracias. ¿Va a votar mañana?
- No, soy extranjero...

Barrio del Gran Buenos Aires. Esquina del infinito. 9:00 horas. La lluvia baña el asfalto. Los autos viajan hacia el punto de fuga. Los enormes edificios son las lápidas de los árboles que alguna vez existieron. Entre los viejos adoquines se escurre el día.
- Buenas...
- ¿Qué te doy campeón?
- Dame 200 de paleta y 100 de queso.
- Debe estar contenta la abuela... digo, porque ganó Cristina.
- Y si, está insoportable
- Bueno, mandale saludos
- Listo, gracias Juancito...

Los almacenes, a lo largo de la historia de las ciudades, han ocupado un lugar preponderante en la geografía barrial. Pero no solamente se presentan como elementos de la escenografía de barrio, sino que se establecieron como uno de los espacios urbanos donde el día a día se debatía, y se debate, y en el interior del cual se van configurando relaciones sociales interpersonales.
A fines de los ’80 y principios de los ‘90, con el surgimiento y la instalación de los grandes supermercados a lo largo y a lo ancho de las ciudades, los almacenes barriales se vieron golpeados y temieron perder el rol protagónico económico y social que jugaban en el teatro barrial.
Desde su génesis y proliferación en el marco de la geografía bonaerense, los almacenes o mercaditos se fueron constituyendo no sólo como el lugar de las compras familiares, sino también, a la par de esta relación económica, como un ámbito social de debate cotidiano acerca de las principales cuestiones que atañen a las vidas de los individuos que habitan o transitan en el barrio.
Entre los almaceneros y las personas que van a comprar se genera una relación estrecha, de confianza. De esta manera, el almacenero se fue configurando como un personaje típico del barrio, una especie de vocero que escucha los problemas y diversos comentarios que los mortales le confían. El almacenero podría llegar a hacer las veces de director técnico del equipo de fútbol barrial, aquél que fiaba a familias humildes, el que otorgaba un espacio para la divulgación de los oficios a través de avisos que empañaban el mostrador, o incluso aquél que reflexionaba sobre problemas familiares otorgando soluciones inmediatas
Juan Focatti, más conocido como “Juancito” en el barrio, es un hombre canoso de unos 50 años, baja estatura, nariz prominente y lenguaje argentino con deslices italianos. En 1982 heredó el almacén “Italpast” que su padre había instalado en Temperley, allá por 1935. Recuerda que el negocio encabezado por su padre “era el lugar preferido del barrio. Todas los festejos navideños y los fin de año, la gente se reunía en la esquina del almacén para brindar y festejar todos juntos”.
El viaje emprendido por los almacenes fue encontrando a lo largo de su recorrido diversos abatares que pusieron “en jaque” su papel económico y social.
El auge de la lógica inmediatista del mercado fue el terreno mejor sembrado para la cosecha capitalista de las grandes cadenas de supermercado, certificando, de esta manera, el acta de defunción de muchos almacenes y mercaditos. Los barrios se despedían de la cálida atención de los Miguel, Juancito, Don Marcos... para acostumbrarse a la impersonalidad de la cajera 4 o 17. La gente dejaba de encontrarse con sus vecinos y conocidos en una experiencia colectiva diaria, para empezar a formar colas esporádicas relacionadas a prácticas individualistas. “Si hacés una compra grande conviene ir al supermercado porque los precios son más bajos, pero allí se da una relación más fría, mientras que en el pequeño negocio de barrio el almacenero te conoce. Incluso, uno como persona se ha integrado a la sociedad realizando los primeros mandados en el almacén de la zona”, afirma Zunilda Balza, una bella mujer de unos 47 años de edad que vive en Lomas de Zamora.
Los almacenes que lograron resguardarse de este huracán tuvieron que desarrollar ciertas estrategias de diversos grados, para subsistir en un mercado gobernado por la publicidad de los bajos precios.
Miguel Ángel Saccone, hombre de unos 60 años, se decidió a colocar un almacén hace 10 años junto a su señora Juana, en la esquina de Alem y Pereyra Lucena, en Lomas de Zamora. Esto ocurrió luego de que ambos quedaran desempleados por el cierre de una clínica psiquiátrica en la que trabajaban como jefe de mantenimiento y como cocinera, respectivamente. La infancia de este proyecto le rindió sus frutos económicos a él y a su esposa, hasta que dos supermercados se instalaron en las cercanías del barrio y la demanda comenzó a diluirse. Todo esto sumado a la disminución de los salarios de la clase media y baja. Por ende, “tuvimos que achicarnos y quedarnos con un local más pequeño en lugar de los dos que teníamos”, relata Miguel, luego de atender a una señora de 50 años que se queda charlando durante unos instantes.
A pesar de sostener que no se puede competir con los precios de los supermercados, Miguel agrega que “la gente es fiel con el almacenero y a pesar de que le vendés un poco más caro el trato cotidiano tiene mucho que ver. Uno es una especie de psicólogo, la gente viene y te comenta cosas que quizás no se las cuenta ni a los familiares (...) Hay una comunicación muy interesante, con mucha confianza de ambos lados que a nosotros (él y su esposa) nos reconforta”.
Barrio del Gran Buenos Aires. Esquina del infinito. 20:00 horas. La luna maquillada por las nubes ilumina el escenario. Los autos vuelven desde el punto de fuga. Los enormes edificios abren sus innumerables ojos de luz. El reflejo de los altos faroles dibuja geometrías urbanas en la pana de adoquines. Juan comienza a bajar el párpado metálico de su almacén, cuando una sombra aniñada se acerca en bicicleta. Entonces Juan abre nuevamente la cortina y pregunta: “¿qué te doy campeón?”
Estadisticas y contadores web gratis
Oposiciones Masters